NO VIVIMOS SOLOS, NECESITAMOS DE LA IMPERIOSA CONVIVENCIA.
La urbanidad por si sola sería poco, necesita su complemento. Ese complemento es lo que podríamos denominar el “díptico de la vida social”, compuesto por los principios de la equidad y la liberalidad, entendiendo ésta última como la gratuidad de quien ayuda o da lo que tiene sin esperar nada a cambio.
Se puede ser cortes, y tener al mismo tiempo un trasfondo de incivilidad, que se traduce en injusticias, intolerancias, crueldad, y un largo etcétera. Por consiguiente se puede ser cortes y no ser generoso.
Es preferible una persona ruda o brusca, pero con un desarrollo del sentido de la equidad, o bien dadivosa, a un perfecto caballero o dama en los modales, pero injusta en sus resoluciones.
Es evidente, y hasta redundante, que asevere que no estamos solos. Nuestra vida se desenvuelve codo a codo con los demás hombres: en la familia, en el trabajo, en la calle, con los vecinos, en las relaciones sociales. Convivimos con personas de muy diversas culturas, formación, temperamento, posición social, credo político, intereses y aficiones. La convivencia se impone entonces por si sola y de nosotros depende su calidad, para que las relaciones que de ahí surjan sean más humanas.
La convivencia es o será abierta, amigable y bien dispuesta si pensamos en los demás. Convivir exige respetar a nuestros semejantes. Las normas que ayudan a convivir se basan en la consideración y el respeto hacia los otros. Convivir con la mala educación hace la vida ingrata, tosca y desagradable.
La deferencia, palabra poco utilizada en estos tiempos, hace referencia a los demás, a la cortesía y al aprecio; principios innegables que presiden la vida de relación.
El que tiene consideración por los demás debe: ayudar al necesitado con esfuerzo y el olvido de sí mismo, se trata de aliviar la pena del enfermo, atender al anciano, etc.; ser cortes y amable no siendo llamativo, ni el centro de atención de los demás; no molestar a le gente, no ofender, no humillar; guardar decencia en el vestir, guardar temperancia en el comer, no tener conversaciones arrogantes, ni tímidas, ni serviles, sino sencillas y en ningún modo capciosas; no utilizar términos con doble sentido, que den lugar a interpretaciones erróneas o ambiguas; decir siempre la verdad, me pregunto ¿Cómo se puede confiar en las palabras de quien piensa en una cosa y dice otra? ¿o en quien dice una cosa y hace otra?.
Por último lo invito, improbable lector, a procurar mantener siempre el gesto amable, ya que la expresión del rostro revela la disposición del espíritu; tener un mirar tranquilo, natural, mostrándose ni altivo ni huidizo, dará cátedra a los demás sobre nuestro estilo de vida. Hablar sin palabras, lo más cautivante del mundo.
Prof. Rubén Alberto Gavaldá y Castro.
Presidente del Instituto CAECBA
@ProfesorGavalda
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